No es ninguna revelación que personas y comunidades de todo el país se hayan visto arrasadas por desigualdades económicas sistémicas. Pero, si volvemos la lente hacia la comprensión de la verdadera causa, nos damos cuenta de que lo que se ha despojado no es sólo riqueza –es bienestar– y el dinero no puede ser un sustituto de ello.
La forma en que nuestro país valora a las personas y los lugares se basa únicamente en el capital financiero como instrumento de medida y reparación.
Estas son las preguntas que nos alejarán del acceso desigual al bienestar y nos conducirán hacia cambios en el sistema que brinden oportunidades y recursos para que todos prosperen.
Un nuevo marco económico, que realmente se manifieste en la vida de las personas, debe comenzar con lo que tienen las familias y las comunidades, no sólo con lo que necesitan. Este nuevo marco debe ser un sistema compartido que abarque las innumerables formas en que creamos, nos cuidamos unos a otros y aplicamos la riqueza para ser integrales individual y colectivamente.
La riqueza financiera importa, pero no equivale a la riqueza para el bienestar y no podemos abordarlas por separado. La riqueza implica muchas formas de capital, incluido el social, el conocimiento, el entorno construido y el cultural, además del capital financiero. Todas ellas son características de una economía del bienestar; uno que centre lo que importa a las personas y las comunidades, y cree valor para el bien común.
Una política que fije ese índice únicamente en dólares nunca será verdaderamente reparadora o curativa. Podemos transformar nuestras políticas y prácticas para construir una economía del bienestar:
Una economía del bienestar no es un lujo. Es una necesidad. No es algo que logramos de una vez por todas, sino algo que cultivamos todos los días a través de nuestras elecciones, hábitos y acciones. No es algo que podamos hacer solos, sino algo que cocreamos con otros a través de nuestras relaciones, comunidades y la sociedad en su conjunto.
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